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.Nunca usó uniforme militar, pues su grado era revolucionario y no académico,pero hasta mucho después de las guerras usaba el liquilique, que era de usocomún entre los veteranos del Caribe.Desde que se promulgó la ley de pensionesde guerra llenó los requisitos para obtener la suya, y tanto él como su esposay sus herederos más cercanos siguieron esperándola hasta la muerte.Mi abuelaTranquilina, que murió lejos de aquella casa, ciega, decrépita y mediovenática, me dijo en sus últimos momentos de lucidez: «Muero tranquila, porquesé que ustedes recibirán la pensión de Nicolasito».Fue la primera vez que oí aquella palabra mítica que sembró en la familia elgermen de las ilusiones eternas: la jubilación.Había entrado en la casa antesde mi nacimiento, cuando el gobierno estableció las pensiones para losveteranos de la guerra de los Mil Días.El abuelo en persona compuso elexpediente, aun con exceso de testimonios jurados y documentos probatorios, ylos llevó él mismo a Santa Marta para firmar el protocolo de la entrega.Deacuerdo con los cálculos menos alegres, era una cantidad bastante para él y susdescendientes hasta la segunda generación.«No se preocupen -nos decía laabuela-, la plata de la jubilación ha de alcanzar para todo.» El correo, quenunca fue algo urgente en la familia, se convirtió entonces en un enviado de laDivina Providencia.Yo mismo no conseguí eludirlo, con la carga de incertidumbre que llevabadentro.Sin embargo, en ocasiones Tranquilina era de un temple que nocorrespondía en nada con su nombre.En la guerra de los Mil Días mi abuelo fueencarcelado en Riohacha por un primo hermano de ella que era oficial delejército conservador.La parentela liberal, y ella misma, lo entendieron comoun acto de guerra ante el cual no valía para nada el poder familiar.Perocuando la abuela se enteró de que al marido lo tenían en el cepo como uncriminal común, se le enfrentó al primo con un perrero y lo obligó aentregárselo sano y salvo.El mundo del abuelo era otro bien distinto.Aun en sus últimos años parecía muyágil cuando andaba por todos lados con su caja de herramientas para reparar losdaños de la casa, o cuando hacía subir el agua del baño durante horas con labomba manual del traspatio, o cuando se trepaba por las escaleras empinadaspara comprobar la cantidad de agua en los toneles, pero en cambio me pedía quele atara los cordones de las botas porque se quedaba sin aliento cuando queríahacerlo él mismo.No murió por milagro una mañana en que trató de coger el lorocegato que se había trepado hasta los toneles.Había alcanzado atraparlo por elcuello cuando resbaló en la pasarela y cayó a tierra desde una altura de cuatrometros.Nadie se explicó cómo pudo sobrevivir con sus noventa kilos y suscincuenta y tantos años.Ése fue para mí el día memorable en que el médico lo examinó desnudo en lacama, palmo a palmo, y le preguntó qué era una vieja cicatriz de media pulgadaque le descubrió en la ingle.-Fue un balazo en la guerra -dijo el abuelo.Todavía no me repongo de la emoción.Como no me repongo del día en que se asomóa la calle por la ventana de su oficina para conocer un famoso caballo de pasoque querían venderle, y de pronto sintió que el ojo se le llenaba de agua.Trató de protegerse con la mano y le quedaron en la palma unas pocas gotas deun líquido diáfano.No sólo perdió el ojo derecho, sino que mi abuela nopermitió que comprara el caballo habitado por el diablo.Usó por poco tiempo unparche de pirata sobre la cuenca nublada hasta que el oculista se lo cambió porunos espejuelos bien graduados y le recetó un bastón de carreto que terminó porser una seña de identidad, como el relojito de chaleco con leontina de oro,cuya tapa se abría con un sobresalto musical.Siempre fue del dominio públicoque las perfidias de los años que empezaban a inquietarlo no afectaron paranada sus mañas de seductor secreto y buen amante.En el baño ritual de las seis de la mañana, que en sus últimos años tomósiempre conmigo, nos echábamos agua de la alberca con una totuma y terminábamosempapados del Agua Florida de Lanman y Kemps, que los contrabandistas deCurazao vendían por cajas a domicilio, como el brandy y las camisas de sedachina.Alguna vez se le oyó decir que era el único perfume que usaba porquesólo lo sentía quien lo llevaba, pero no volvió a creerlo cuando alguien loreconoció en una almohada ajena
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