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.En aquel aislamiento original y terrible, sin duda había caído sobre ella la maldición que atrajo Eva en castigo del primer pecado.Tal vez formaba parte de la expiación de sus faltas, que en el momento en que más falta le hacía la ternura intuitiva y los cuidados de su sexo, sólo se encontrara con las caras indiferentes de hombres egoístas.De todos modos, creo que algunos de los espectadores se encontraban afectados compadeciéndola sinceramente.Alejandro Tipton pensaba que aquello era muy duro «para Sal», y conmovido con tal reflexión, se hizo por el momento superior al hecho de tener escondidos en la manga un as y dos de triunfos.Hay que confesar que el caso no era para menos.No escaseaban en Campo Rodrigo los fallecimientos, pero un nacimiento no era cosa conocida.Varias personas habían sido expulsadas del campamento resuelta y terminantemente, y sin ninguna probabilidad de ulterior regreso; pero ésta era la primera vez que en él se introducía alguien ab initio.He aquí la causa de la sensación.—Oye, Edmundo—dijo un ciudadano prominente, conocido por León, dirigiéndose a uno de los curiosos.—Entra aquí y mira lo que puedas hacer, tú que tienes experiencia en estas cosas.Y a la verdad que la elección no podía ser más acertada.Edmundo en otros climas había sido la cabeza putativa de dos familias.Precisamente, a alguna informalidad legal en ese proceder, se debió que Campo Rodrigo, pueblo hospitalario, le contase en su seno.Todos aprobaron la elección y Edmundo fue bastante prudente para acomodarse a la voluntad de sus conciudadanos.La puerta se cerró tras del improvisado cirujano y comadrón, y todo Campo Rodrigo se sentó en los alrededores de la cabaña, fumó su pipa y aguardó el desenlace de la tragedia.La abigarrada asamblea contaba unos cien individuos; uno o dos de éstos eran verdaderos fugitivos de la justicia, otros eran criminales y todos del «qué se me da a mí».Exteriormente no dejaban traslucir el menor indicio sobre su vida y antecedentes.El más desalmado tenía una cara de Rafael, con profusión de cabellos rubios: Arturo, el jugador, tenía el aire melancólico y el ensimismamiento intelectual de un Hamlet: el hombre más sereno y valiente apenas medía cinco pies de estatura, con una voz atiplada y maneras afeminadas y tímidas.El término truhanés aplicado a ellos constituía más bien una distinción que una definición.Individualmente considerados, quizá faltaban a muchos los detalles menores, como dedos de la mano y pies, orejas, etc.; pero estas leves omisiones no le quitaban nada de su fuerza colectiva.El más hábil de entre ellos, no tenía más que tres dedos en la mano derecha; el más certero tirador era tuerto de solemnidad.Tal era el aspecto físico de los hombres dispersos en torno de la cabaña.Formaba el campamento de Campo Rodrigo un valle triangular entre dos montañas y un río, y era su única salida un escarpado sendero que escalaba la cima de un monte frente a la cabaña, camino iluminado entonces por los plateados rayos de Diana.La paciente podía haberlo visto desde el tosco lecho en que yacía.Podía verlo serpentear como una cinta de plata, hasta expirar en lo alto confundido con las nubes.Un fuego de ramas de pino carcomidas fomentaba la sociabilidad en la reunión.Lentamente, reapareció la alegría natural de Campo Rodrigo.Cambiáronse apuestas a discreción respecto al resultado: Tres contra cinco que Sal saldría con bien de la cosa; además, también apostose que viviría la criatura y se atravesaron apuestas aparte sobre el sexo y complexión del futuro huésped.En lo más recio de la animada controversia, oyose una exclamación de los que estaban más cercanos a la puerta, y todo el mundo aguzó los oídos.Dominando el rumor del aire entre los pinos que agitaba, el murmullo de la rápida corriente del río y el chisporroteo del fuego, oyose un grito agudo, quejumbroso, un grito al que no estaban avezados los habitantes del campamento de Campo Rodrigo.Las hojas cesaron de gemir, el río cesó en su murmullo y el fuego de chisporrotear: parecía como si la Naturaleza hubiese suspendido sus latidos.El campamento se levantó como un solo hombre.No sé quién propuso volar un barril de pólvora, pero prevalecieron más sanos consejos, y sólo se acordó el disparo de algunos revólvers en consideración al estado de la madre, la cual, sea debido a la tosca cirugía del campamento, sea por algún otro motivo, fenecía por momentos.No transcurrió una hora sin que, como ascendiendo por aquel escarpado camino que conducía a las estrellas, saliese para siempre de Campo Rodrigo, dejando su vergüenza y su pecado.No creo que tal noticia preocupara a nadie a no ser por la suerte del recién nacido.—Pero, ¿podrá vivir ahora?—preguntaron todos a Edmundo.Su contestación fue dudosa.El único ser del sexo de Genoveva Sal que quedaba en el campamento en condiciones de maternidad, era una borrica.Suscitose breve debate respecto a las cualidades de semejante nodriza, pero se sometió a la prueba, menos problemática que el antiguo tratamiento de Rómulo y Remo y al parecer tan satisfactoria.Disponiendo todos estos adminículos, se pasó todavía otra hora.Por último, se abrió la puerta y la ansiosa muchedumbre de hombres, que ya se había formado en cola, desfiló ordenadamente por el interior de la fúnebre cabaña.Inmediato del bajo lecho de tablas, sobre el cual se dibujaba fantásticamente perfilado el cadáver de la madre envuelto en la manta, había una tosca mesa cuadrada.Encima de esta había una caja de velas, y dentro, envuelto en franela de un encarnado chillón, yacía el recién llegado a Campo Rodrigo.Al lado mismo de la improvisada cuna, había colocado un sombrero; pronto se comprendió su destino.—Señores—dijo Edmundo con una extraña mezcla de autoridad y de complacencia ex oficio,—los señores tendrán la bondad de entrar por la puerta principal, dar la vuelta a la mesa y salir por la puerta posterior.Los que deseen contribuir con algo para el huérfano, encontrarán a mano un sombrero que se ha dispuesto para el caso.El primer visitante entró con la cabeza cubierta, pero al girar una mirada en torno suyo se descubrió, y así, inconscientemente, dio el ejemplo a los demás, pues en tal comunidad de gentes, las acciones buenas y malas tienen efecto contagioso.A medida que desfilaba la procesión, se dejaban oír los comentarios críticos, dirigidos más particularmente a Edmundo en su calidad de expositor y cirujano [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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